El efecto cuaternario está en la voz de la almendra,
como en los márgenes del río entre las sombras
y en los sonidos del almidón, tras las ventanas en la casa de la abuela.
Nos recorre el miedo ancestral del gato en su profundo sueño,
ansioso de remar entre lunes y acercarse como un naufrago a la playa,
llorar de arena y semillas de alfalfa.
Comida de ciegos en un umbral de cauces desesperados,
lanzadas al viento las camisas negras de la historia.
Pobres de aquellos que no se encuentran tras las ventanas de lluvia
con el frío en los dedos, el alma sin hijos transgredidos,
solamente inútiles, descabalgados de sus miembros por el blanco
temor en la cabeza: la muerte cerca, el edificio lejano,
más no tanto como para hacerlo desaparecer, medirlo entre comillas,
en un desayuno de estancias y ventanas redondas y cerchas de cristal opaco.
La historia no se escribe así. Dulcinea de males en las ventas de tierra
con caballos de alto vuelo sorbiendo dudas aclamadas.
Una mujer es la protagonista: a su lado un aire, un acento de voz,
una culminación del desvarío instrumental, una palanca de latón,
un grifo de bronce inútil, un ciervo engalanado entre pinos centenarios,
un viento seco alrededor, un movimiento de luna dispersa entre los dedos
y un alma de cristal transparente, ardiente, prudente luz que dispara alambres de plata acerada.
Los verbos confundidos, aquellas palabras vestidas de antigüedad podrida,
descubrimiento de enfadadas reses obligadas a pastar en desiertos de polvo,
cerca de aquel río de injurias, el vientre hundido en la sementera .
Calculado el invierno de los libros, y aquel turbio asunto de los textos
que juegan entre leyendas de artefactos voladores y desiertos de pinos escondidos.
La tranquilidad de la afasia al volver del sueño.
Destripados, acumulados y perversos encierros; la nuca en la caverna,
entre cientos de cadáveres, dormidos los sentidos, aquella noche oscura incierta,
que daba aquella risa de tripa chillona en el acento.
Los miembros de la música del pueblo tocando un usual martirio cada tarde,
en el contiguo convento de apatías varias. La intensa luz de las canallas voces
y los libros de papel de cera, de encendidos elogios para eliminar el mal
y crispar al examinador, mentalizado de cumplir su argumento de alfombra interpelada.
El frío texto oscurecido por la edad, aquella mancha oscura entre pizarras
y un viento de papel húmedo destrozando las paredes de mimbre.
El solitario autor que quema sus naves de papel blanco con trazos de aluminio,
la frente de lazos dorados y un subterfugio de alabanzas con el cielo como protagonista.
La luz del día que desaparece entre sombras, los inesperados calzones
dejados en los lechos entre las prostitutas místicas, poesía y verdad,
clamando estupideces amargas y un resultado en las encuestas
que pronuncian aquellos que no desean saber la verdad.
Las frentes inmaculadas llenas de placidez verbal
como impolutos ciervos en la llanura, como en un mal cuadro
de pesca, entre dos ríos de certeza milenaria cabalgando a lomos de lo inexpresivo.
Un duro encuentro con la espada de los mitos, los caballeros de arcilla
y las mantas de lino doblado para el mortal viaje.
Y aquel mentiroso dudando, entre colmenas de piedra,
entre matar a un árbol con su flecha o besar aquel halcón con piedras diminutas,
al amanecer, después del canto de la alondra.
No sabré dedicar aquel destierro de los anglosajones,
con música de lagos profundos, al tiempo amargo y dulce
entre los cielos negros de la apoplejía, rigurosos entramados;
jovial por las noches en las tabernas oscuras de vinagre.
Las miserias de los escritos nuevos, como los antiguos recibos de alquiler,
con trampas de seducción y muerte en la cabeza.
Riesgos y engaños de cieno en las mañanas.
Cangrejos y gallinas en la competencia del sol. Cañaverales absurdos
apuntados en la guía, los méritos del armónico miembro estipulado.
El mamífero lustroso de película de americanos,
la escucha del manto y las cabezas de peine,
y las severas luces perpendiculares atravesando
las cien mentiras insulsas del parentesco. Hijos de la nada.